lunes, 13 de abril de 2015

Don Galeano

Una carta para un maestro, amigo y compañero de viaje.

Alguna vez me tomé la libertad de hacer este meme.

Don Galeano:

Hoy, usted y su colega Günter Grass partieron al Infinito, como digo cuando algún ser querido por mí inicia ese trayecto que debería ser natural para todo el mundo. Supongo que se encontraron en la sala de espera de la terminal invisible y aguardaron allí, juntos, el bus que dice en la tabla: "Destino: Eternidad". Si otro colega de ustedes, José Saramago, estaba en lo cierto, de seguro estarán hablando de cualquier cosa menos de literatura. De fútbol, por ejemplo. O de mujeres. O de política. En fin, tendrán mucho de qué hablar los tres. Tengo que reconocer que a don Günter apenas lo conozco de vistas, por la película que hicieron sobre El Tambor de Hojalata, y que a don Sara no lo han tocado mis ojos. Con usted, la cosa es diferente.

Ya que no pude cumplir con el sueño de ir a su Montevideo del alma a entrevistarlo, o mejor, a charlar con usted en el Café Brasilero, le escribo esta carta. Creo que no soy el único que lo hará: montones de latinoamericanas y de latinoamericanos, incluso gente que no lo es, también estará redactando, recordando, llorando, riendo a su salud, a su vida. Un amigo mío dice que no lo va a extrañar mucho, ya que nos quedan sus libros. Una amiga mía dice que no lo deja morir hoy: "yo lo mantengo vivito... por siempre". 

La primera vez que supe de sumercé fue en los libros de texto del colegio. Cosa curiosa, por lo menos. Creo que lo primero que leí de usted en ellos fue un fragmento de sus Venas abiertas de América Latina, aquel que habla del demente Ubico en Guatemala. Le perdí la pista hasta comienzos de este siglo, cuando escuché 500 Eng-años, la serie radiofónica escrita por mis amigos María y José Ignacio López Vigil basada en su libro más reconocido. Después de escuchar, a correr. A correr para buscar el texto impreso. Y a leer para aprender. Fue tan buena la adaptación de mis amigos, que mi suegra también siente hoy su partida, tras escuchar una y otra vez esos programas que la ayudan a pensar y, la verdad, también a dormir cuando, en ciertas noches, el martillo del físico insomnio no la deja descansar. Una paradoja.

A mí me parece que usted trató al final de restarle mérito a las Venas porque percibió que se convirtió para muchos en un ídolo más. Quizás intentó -en palabras suyas o de algún otro, no recuerdo- dinamitar su propia estatua antes del Viaje, para que no nos olvidáramos de que la Inmortalidad es un peso muy grande, y más si se padece en vida. Y de que su obra no puede engrosar la tétrica lista de los textos dogmáticos. Bueno. Pero por favor no nos culpe si de aquí en adelante lo mantenemos bien activo en la biblioteca de la casa, en la tableta o en el teléfono celular para leerlo cada vez que lo deseemos, que lo necesitemos o que, simplemente, nos dé la gana de pasar la vista sobre alguna vaina que contenga grafemas, por esa manía de leer que tenemos. Es que sencillamente aprendimos a quererlo.

Usted dijo que Las Venas fue hecho para conversar con la gente. Pero le cuento que ese objetivo se cumplió también con los otros escritos. Yo leí Días y noches de amor y de guerra y Patas arriba: La escuela del mundo al revés. Sólo llevo tres libros suyos. Ya ve que no soy fanático, o que por lo menos doy tiempo al tiempo. Y con ellos dos, digo, también me sentí como conversando con usted, como viendo reflejadas en su narración, en sus historias propias y ajenas, mis propias historias. Ellas también propias y ajenas. Eran, son conversaciones como las que se tienen con ese tío viajero que ha recorrido el mundo, sin echar raíces en ninguna parte pero amante como ninguno de su propia tierra, y que comparte su sabiduría sin alardear ni adoctrinar, enseñando a pensar con la cabeza propia. 

Y vaya que nos va a costar hacerlo ahora sin usted en física presencia. Perdone. Eso sí le molestaría: delegar el deber de reflexionar en el ídolo intelectual. Podemos seguir leyéndole, pero nunca renunciando a ese compromiso.

Dijo el de Nazaret: no llamen a nadie maestro, porque solamente tienen uno. Yo creo que él con esto estaba advirtiendo acerca del servilismo intelectual, esa tendencia a no querer asumir el riesgo y la libertad de usar el cerebro junto al corazón. Yo a usted lo llamo don Galeano, por respeto cariñoso, como don Ata le dicen a Atahualpa Yupanqui. Pero de cara a lo que me ha pasado con el Moreno, con Mario Kaplún y con usted, si ser compañero de camino así las rutas sean mentales; si ser amigo es sentir compañía así nos separen miles de kilómetros; si ser maestro es enseñar en las calles y en los campos la vida de forma sentipensante -sí, ya sé que el concepto no es suyo-... Pues los tres son mis compañeros de camino, mis amigos, mis maestros. Eso sí: no vaya a creer que serán los únicos. No, creo que no lo creerá.

Ahora que tome el bus rumbo a la Plaza Eternidad en compañía de don Günter, le pido por favor que siga escribiendo. Aunque creo que esta petición no será necesaria. Quizás ya esté pensando en aprovechar el viaje para recolectar entrevistas a tipos como Artigas, Bolívar, el obispo Romero, Allende y el Che. Entrevistas a María Carolina de Jesús, a los cuatro obreros que murieron en aquella fábrica de conservas de pescado que hedía a gas. Entrevistas a los famosos y entrevistas a los que no lo son. Me gusta pensar que, cuando me toque a mí también abordar ese bus y llegue a esa plaza, esos nuevos trabajos estarán disponibles para su lectura. ¿No fue usted el que habló del derecho a soñar, del derecho al delirio?



Buen viaje entonces, don Galeano. Por allá nos veremos.

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