lunes, 31 de agosto de 2015

Historias de taxi (reales, a diferencia de la de Arjona)

Taxi, por svwnwerk. Flckr, Creative Commons.

Recientemente, y en menos de 24 horas, tuve que tomar dos taxis para transportarme en Bogotá, cosa que no es mi costumbre.

Al primero lo tomé en la Avenida Rojas. Tanto su conductor como yo cometimos errores: él se acercó al andén de forma tan equivocada que me hizo perpetrar la tontería de abordarlo con riesgo para mi vida. Una motocicleta casi me tumba; su conductor, con toda razón, me echó un vainazo. Mi integridad le importó un pito al taxista con tal de ganar lo de la carrera; mi integridad me importó otro pito por andar de afán. 

Las dos torpezas me llenaron de vergüenza, mas pocos minutos después caí en el arrepentimiento. El conductor, un hombre ya entrado en años -es la verdad, qué le vamos a hacer-, tan pronto recorrió unos cuantos metros, sin que palabra alguna saliera de sus labios,  tuvo por natural, justa y necesaria acción el subirle el volumen a su aparato de sonido, que expelía letras y acordes de temas de Johnny Rivera y los Tigres del Norte, entre otras especies de la fauna musical popular local. 


Tengo por principio personal el hecho de que es posible sobrellevar la escucha de música que uno no disfruta en condiciones razonables. Pero la cosa cambia cuando le suben el volumen dentro de un taxi sin ni siquiera preguntar -mis oídos son mi herramienta de trabajo-, bajo el sol picante de un fin de semana y en medio de un trancón en la calle 80. 

-Señor, ¿podría por favor bajar un poco el volumen de la música?

A pesar de meditar un buen rato la selección de estas palabras para que sonaran tan respetuosas como fuera posible al pronunciarlas, aquel hombre me miró como si le hubiera mentado la madre. O peor: como si hubiera ofendido sus gustos musicales. Eran ojos de "insulte a mi mamá, pero con mi música no se meta, gran...". Y pasó al ataque:

-¿Y qué quiere que le ponga? ¿Rock?

Usted disculpe, pero no creo que tenga en su discoteca ambulante a Spinetta o a Queen, sumercé. Y no sé que tenga que ver el Charrito Negro con Johnny Cash. No tendrán en común ni el color de la ropa, en serio.

-Solamente le he pedido, por favor, que le baje el volumen a la música.

De muy mala gana el caballero giró la perilla del volumen hasta un nivel aceptable, no sin sacudirse:

-Si quiere se la quito, si tanto le molesta.

-No se preocupe. Yo tengo que escuchar de todo.

Esto se lo dije con la mirada fija en el salpicadero del vehículo -que me corrijan si me equivoco: de carros no sé nada-, en donde un pequeño altar mantenía vertical un ejemplar de la Novena a la Sangre de Cristo. Muy católico el señor. Después, ni una palabra más entre cliente y proveedor de servicio. Cuánto fue, fue tanto, tome, las vueltas y buena tarde. A decir verdad, no le dije gracias. 


Foto de Anna Garlikowska. Flickr, Creative Commons.

Horas después, el segundo taxi. Su maquinista, enorme en un aparato pequeño, me deseó las buenas tardes y entendí que no le era fácil: al parecer, tiene problemas físicos de lenguaje. Pero eso no le impidió expresarse. Un ambiente amable, sin afectaciones, me animaron a trabar conversación con el conductor.

Del problema limítrofe entre Colombia y Venezuela pasamos a la situación de los taxistas en Bogotá:

- ¿Desde qué hora está camellando?

- Desde las cinco de la mañana. Y voy hasta las once de la noche.

- ¿Este carro es suyo?

- No, no es mío. Y hay que hacerle mientras uno pueda. Sacar lo de uno y lo del producido (la cuota del día que el conductor le tiene que entregar al dueño del vehículo).

- ¿Y es mucho lo que tiene que entregar de producido?

-Más o menos. Con el dueño de este carro, no hay mucho problema. La vaina es que esta ciudad es muy peligrosa. Y uno, a la par de hacer bien las cosas, tiene que cuidarse mucho. Y hay gente que no tiene en cuenta eso. Una  vez trabajé para un tipo que tenía como quince o veinte carros. Sacaba buen billete. Por esos días, me atracaron y casi me dejan mal, ¿sabe? ¡Qué susto tan berraco! Y luego voy a donde el patrón, a contarle. Y el gran mal... me recibe con la mano abierta, diciendo "a ver, mi producido".

- ¿Cómo así?

- Sí, a ese hijueputa le valía huevo mi vida. "A mí me importa un carajo, lo que me importa es mi producido". Yo me emputé. "Ah, gran... ¿Cómo mierdas quiere que le traiga su cochina plata si me hubieran hecho daño o me hubieran matado?". Y le dije cosas bien feas, ¡de verdad pa' Dios! Y él también las suyas, y aparte dice: "usted sigue jodiendo y yo le hablo a mi hijo, que es policía y tiene contactos, para que vaya viendo qué hace". "¡A mí no me amenace, triple gran... , que aquí donde me ve, valgo más yo que su hijo y no llevo uniforme". Y me largué de ahí.

- Qué pedazo de idiota, ese patrón. Parece que todos los patrones tienen su cuento.

- No crea. Una vez trabajé para uno que tenía poquitos carros. Él nos decía a los conductores: "al mediodía pasen por mi casa a almorzar". Y allá a todos nos tenía almuerzo. Y como si fuera poco, nos decía: "una vez al mes escojan el día que quieran y lo que sea el producido de esas jornada tómenlo para ustedes, para lo que necesiten".  ¿Quién hace eso ahora, jefe?

Al llegar a mi destino, y tras efectuar el pago, nos dimos la mano, fuerte, en lo que asumo como un mutuo agradecimiento, y el taxista siguió su rumbo.

Mucho nos quejamos del servicio de taxis en Bogotá. Hay motivos para hacerlo. Pero no se nos ocurre pensar en la cuota de responsabilidad que tenemos nosotros mismos ante el problema. Y mucho menos nos tomamos el tiempo para escuchar las historias de los taxistas, en las cuales encontraríamos mejores elementos de juicio.


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