jueves, 3 de marzo de 2016

Soy absurdo porque voy a hacer mercado.

A mi vieja.

Leí hace unos días la entrevista hecha por la revista Semana a uno de los creadores de cierta aplicación informática que está "revolucionando la forma de pedir domicilios y hacer compras en Bogotá. Su éxito ya la llevó a Ciudad de México". Según la empresa fundada a partir de esta herramienta, la idea es "reducir los tiempos de entrega de domicilios de cualquier tipo. Hoy entregamos un mercado completo en 35 minutos, y una gaseosa, en ocho [sic]. Y no nos limitamos a enviar alimentos".

Me llamó muchísimo la atención la manera como el entrevistado explica el sentido de su iniciativa, la cual gestiona con sus compañeros: "Lo que hacemos es simple. Conectamos a quienes quieren trabajar con quienes necesitan algo, y esta conexión está cambiando las cosas: usted ya no tiene que ir a hacer mercado (algo hoy absurdo), los mensajeros tienen más trabajo, y los tenderos de barrio mejoran sus ingresos [sic]". La revista, punto aparte, alza la ceja: "¿Ir a hacer mercado es absurdo?". Respuesta: "Hoy alguien que gana 3 millones de pesos pierde 56.000 al gastar tres horas en un mercado. En toda economía el tiempo tiene valor, y las ineficiencias retrasan el progreso de un país. [Nuestra empresa] transforma la sociedad". 

La revista, aún no convencida, insiste: "Eso podría parecer exagerado. Explíquese". "Hoy el mundo está sacándole provecho a la inmediatez y a la practicidad, y por eso no tiene sentido andar con un carrito de mercado. Ese tiempo puede invertirse en otras cosas. Una sociedad que se divide las tareas crea bienestar y valor agregado", señala el emprendedor personaje.

Pensando especialmente en los apartados de la entrevista citada, recordé que mi mamá me llevaba con frecuencia a la plaza de mercado del barrio Quirigua. Todos los sábados, ella iba a ese lugar a comprar las verduras, las frutas, las carnes y otros alimentos para cocinar durante la semana. De niño, en varias ocasiones me obligó a acompañarla ya que, como buen hijo... de la era televisiva ochentera, para mí era mucho más interesante quedarme en la casa viendo a los Transformers que irme con ella a ayudarle a mover el carrito con las provisiones bajo el sol sabatino. Me acuerdo de que, mientras ella interactuaba con vendedoras, proveedores y clientela, la mayor parte del tiempo yo permanecía  junto a ella pero también en el fondo alejado de todo eso, ansiando estar en cualquier otro lugar, menos allí. 

Cuando me casé, asumí una serie de responsabilidades en mi nueva familia. Entre ellas, la de hacer las compras del mercado. Ya nos tocaba a nosotros dos ocuparnos de esas cosas que a algunos afortunados nos las hacían antaño. Y fue entonces que ocurrió la revelación.

Lo que en mi infancia fue por lo general una actividad pesada, agobiante y nada divertida fue, a la larga, una gran escuela con tremenda maestra: mi mamá. Estoy muy agradecido con ella por obligarme a acompañarla tantos sábados a hacer mercado. Hoy, ya adulto, he descubierto en mis visitas a la plaza de mercado de mi sector un floreciente mundo de comunicación -no por nada, y lo digo sin ser experto, uno de los escenarios que más ha albergado estudios es la plaza: Quirigua, Paloquemao, Corabastos...-. En el contacto con vendedores y clientes vi a mi mamá conversar, reír, intercambiar opiniones, regatear, pensar, sentir, interactuar con sus semejantes. Sin saberlo, ahí estaba yo aprendiendo de ella: educomunicación "de la de verdad pa' Dios". Y eso que aprendí procuro aplicarlo en mis compras.

Hoy, gracias a mi mamá, puedo hablar con quienes nos proveen de papa, de yuca, de verduras, de carne y de frutas. Conozco sus nombres; cuando llego a sus puestos les saludo y ellos me reciben con amabilidad y con cariño, porque ya nos conocen. Incluso se extrañan cuando voy yo solo: "¿vino sin su esposa? Por favor, me la saluda mucho". Puedo escoger la fruta. Puedo ayudar a desgranar la arveja o el frijol y, mientras tanto, charlamos. Les pregunto por sus familias, me cuentan sus alegrías y esperanzas; en ocasiones, sus penas.  Nos angustiamos juntos cuando llueve mucho, cuando llueve poco o cuando no llueve. Criticamos al Gobierno y a la gente politiquera, hablamos acerca de la educación de la infancia, de la urgencia de no desperdiciar la comida y de no depender de las bolsas de plástico. En algunas ocasiones nos pedimos consejo mutuamente y en otras agregan al pedido algo más en gramos, o una fruta extra. Y aun si no lo hicieran, nunca nos dejan ir sin darnos una sonrisa. 

También necesitamos productos que solamente se consiguen en almacenes de cadena. Allí el ambiente es muy diferente al de una plaza de mercado, especialmente porque no hay mucho tiempo para conversar. Pero procuramos hacerlo con las cajeras y con los empacadores. Estas personas nos hablan, entre otras cosas, de cómo las mal planificadas remodelaciones del lugar donde trabajan suelen afectar su salud y su desempeño laboral; nos hablan de clientes absurdos que exigen que una sola botella sea empacada en tres bolsas plásticas; que reclaman, a punta de gritos y de groserías, un mejor servicio; que no saludan, no sonríen o no dan las gracias. ¿A cuántos podrán contarles estas cosas?

Sin demeritar su idea ni sus esfuerzos me atrevo a pensar que, para el empresario visionario del que hablé al comienzo de esta entrada, soy una persona absurda e ineficaz, contraria al progreso del país, que no reconoce el valor del tiempo en la economía neoliberal predominante y que, para colmo, lo desperdicio sin obtener ganancia alguna. Lo soy, por el hecho de ir a hacer mercado con mi carrito azul, solo o en compañía de mi esposa. Y creo que tiene razón. Soy una persona absurda que aprendió de su mamá a encontrarse con los demás en un lugar público, cotidiano y lleno de vida como las plazas de mercado. Soy una persona absurda que no quiere simplemente hacer una transacción económica, sino que ansía ver los rostros de la gente, escuchar sus palabras y, en lo posible, compartir con ella mis ideas sin imponerlas. Soy una persona absurda que no desea "dar papaya" al sedentarismo y al ostracismo social haciendo que todo me lo traigan a la casa por ahorrarme unos pesos o por hacerme un estatus. Soy, en pocas palabras, una persona que quiere ser humana en espacios humanos, lo cual requiere ese tiempo bonito del que hablaba Michael Ende en Momo al presentar al señor Fusi, barbero de profesión: el tiempo del "chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón". Esto no me hace mejor ni peor, valga la aclaración. Pero me hace muy feliz.



Fotografías: Exteriores de la Plaza de Mercado de Las Ferias, por Carlos Novoa Pinzón.



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