lunes, 1 de junio de 2015

Conversar con la gente

¿Qué debe aprender nuestra infancia? ¿A no hablar con desconocidos, o lo contrario?

Una ilustración respetuosa del texto de Carlo Collodi:
Pinocho, el zorro y el gato según Francis Phillips,
para la colección Cuenta Cuentos de Editorial Salvat, 1984.


Hace muchísimos años, en una de esas visitas a familiares lejanos, mi curiosidad libresca me puso en las manos una de esas enciclopedias para menores producidas por la compañía Disney. Era algo así como un listado de consejos para niñas y niños ilustrado, ejemplificado, con todos esos personajes edulcorados que ha creado o de los que se ha hecho propietaria -para edulcorarlos- aquella corporación del entretenimiento. Lo único que recuerdo de aquella rápida ojeada es una imagen del limitadísimo Pinocho disneyano acechado por el zorro y el gato, que en la película de 1940 fueron, supongo, arbitrariamente bautizados como J. Worthington Foulfellow -o "el honrado Juan", vaya ridiculez- y Gedeón, respectivamente. Cuánta italianidad. Pobre Carlo Collodi.

Pero no es de la ilustración de lo que quiero contarles, sino de su motivo: aquella acompañaba a un artículo, o algo así, que se titulaba "no hables con desconocidos". Había un dibujo adicional algunos párrafos después: una niña pequeña hablando con un hombre vestido con una gabardina negra, de rostro especialmente retocado para que los jóvenes lectores sintieran repulsión.

¿A quién de nosotros no le dijeron una y otra vez esa misma frase? No hables con desconocidos, nunca, jamás; eso no se hace, es peligroso, puede pasarte algo malo, no puedes confiar en nadie que no sea de la familia. Agregue usted la frase que le dijeron y que no está en esta lista. Claro: hasta cierto punto, es verdad. No todo es bondad en este mundo loco. Obvio que querían protegernos, obvio que había razones para hacerlo. Es apenas natural, justo y necesario que hay que enseñar a nuestras niñas y a nuestros niños a cuidar de sí mismos y a no dejar que nadie pase por encima de su integridad física y mental, de su dignidad. Esto mismo vale para los adultos. Hasta aquí, razonablemente, estaremos todos de acuerdo.

Sin embargo, bien mirada la situación, lo que constituye una norma de seguridad para proteger a nuestra infancia puede convertirse, a la larga, en un gran limitador de su identidad humana. Porque somos seres comunicativos; nuestra vida está construida sobre vínculos que establecemos con todo tipo de personas, con la naturaleza, con nuestro entorno. Cuando decimos, con buena intención pero quizás excesivamente, "no hables con desconocidos", limitamos, hacemos que sea abandonada incluso, esa parte de nuestra identidad que tanta falta hace desarrollar: la identidad de comunicadores creada especialmente en función de nuestros semejantes. No me parece descabellado decir entonces que, cuanto más la expandimos, más sentido tendrá nuestro paso por este planeta. Descubriremos más elementos interesantes y útiles, aprenderemos más cosas de provecho para nosotros y para los demás, hallaremos -frase de cajón siempre necesaria- pistas para lograr hacer de este mundo un mejor lugar. A comunicar se aprende conversando; conversando con lo que nos rodea, con quienes nos rodean, especialmente con aquellos que están más allá de nuestro primer círculo. A comunicar se aprende conversando con la gente.

Salir del cascarón de la familia, cosa que cualquier persona tiene que hacer necesariamente, implicará un encuentro con el Otro, con ese desconocido, tarde o temprano. En dicho encuentro, muchas cosas que pueden beneficiarnos o perjudicarnos como personas o como integrantes de la especie se pondrán en juego. ¿Qué tan preparado está el sujeto -o preparada la sujeta- para este cruce de significados a partir de haber escuchado desde el comienzo, reiteradamente, el "no hables con desconocidos"?

Muchos manuales de crianza y de educación dan claves a madres y padres para enseñar a sus pequeños a no hablar con los desconocidos. Pero quizás lo que hay que hacer es justamente lo contrario: adiestrarlos para que sepan hablar con ellos. ¿Y cómo conjurar el peligro? Pues con el ejemplo y con la compañía. ¿Por qué no entablar diálogo con el tendero, la secretaria, el policía, la vendedora de jugos, el abuelo, el habitante de la calle, la prisionera, como un esfuerzo conjunto del adulto y del niño? ¿Por qué no nos animamos, como adultos, a salir de nosotros mismos para encontrarnos con los demás y hacemos que nuestros niños nos acompañen en este proceso, y de paso, los acompañamos también a ellos? ¿Por qué no aprendemos a escuchar y, mientras lo hacemos, dejamos que a nuestro lado los chicos aprendan a hacerlo?

Toda la vida nos han alertado acerca del peligro de encontrarnos con el Otro: es la competencia, el que nos robará y nos estafará, el que destrozará nuestros juguetes si se los prestamos o nuestra vida si confiamos en él. A mí, la verdad, me parece que hay más peligro en no encontrarnos con él, porque cuando no lo hacemos nos volvemos egoístas, retraídos, interesados, mezquinos, violentos; nos volvemos, justamente, aquello que queremos evitar. Vale la pena reiterar que el encuentro es siempre un riesgo: es una ley de la vida. Pero también es un aprendizaje. Guardadas proporciones, si Pinocho no se hubiera encontrado con el zorro y con el gato, no hubiera aprendido nunca a evitar ser engañado ni a valorar a las personas que de verdad lo querían. 

Y por cierto, Collodi cuenta que Geppetto, el buen Geppetto, al comienzo de la historia mandó a Pinocho a la escuela solo. No lo acompañó. Lo dejó al garete, digámoslo así, en un mundo al que el muñeco de madera veía por primera vez. Si lo hubiera acompañado, si lo hubiera llevado de la mano en esa primera salida, otra historia se hubiera contado, ¿no creen?

La punta

Parece que el mundo ahora sí se va a acabar: la FIFA es más poderosa que la ONU y lo que pase allí afecta, al parecer, el equilibrio geopolítico del planeta -¿cuál equilibrio?-. Mientras tanto, niñas y niños siguen pateando la pelota en las plazas y en las canchas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario