jueves, 19 de febrero de 2015

"¿Alguien por favor quiere pensar en los niños?"

Acerca del debate en Colombia sobre la "adopción gay".

La decisión de la Corte Constitucional de Colombia de negar a las parejas del mismo sexo u homosexuales la posibilidad de adoptar menores de edad en nuestro país es el tema del momento mientras escribo estas líneas. Su complejidad obliga a no dejarnos llevar por la marea de opiniones a favor y en contra. Lo prudente es acudir a algún puerto en donde podamos reflexionar con calma, de manera sentipensante.

A mí me preocupa mucho que el fallo de la Corte se emplee como un estandarte de victoria por parte de quienes se oponen a la llamada "adopción gay". Algo así como "Dios nos da la razón, y ahora la ley: somos ganadores por punta y punta". Esto legitimaría, supuestamente, una posición que en el fondo es anti-humana, despojadora de dignidades y excusa para cometer injusticias. ¿Y el aval divino? No es este el espacio para hablar de lo que opina el Ser Supremo frente a este caso, pero podría lanzar un par de ideas al aire. Una de Mafalda: "al pobre Dios lo meten en cada estofado", y otra de mi amigo el sacerdote Mario Castellar: "si los católicos defendieran la justicia social con la misma pasión con la que defienden sus puntos de vista sobre la moralidad sexual, hace rato se habría alcanzado una Colombia libre de dominación, explotación y exclusión social".

Me llamó la atención que uno de los argumentos presentados por quienes se oponen a la "adopción gay" es que aprobar esa medida perjudicaría notablemente "los derechos y el bienestar de los niños". Suena contundente. Ante esta tesis, a mi memoria viene una figura que, creo, será familiar para mis lectoras y lectores: la sin par Helena, esposa del reverendo Alegría, integrantes ambos del universo de Los Simpsons. Cuando la ciudad de Springfield debatía el caso de los inmigrantes, Helena -Helen Lovejoy en su versión original- esgrimió una frase que se ha convertido en leyenda: "¿alguien por favor quiere pensar en los niños?". 


¿Qué es pensar en las niñas y en los niños en un país como Colombia? Hace pocos días se lloró por los pequeños asesinados en el Caquetá y nuevamente se habló de los abusos contra la infancia en todo el país, de lo mal que nuestra sociedad la trata. "¡Pena de muerte para los abusadores!", gritaron no pocos. Otra vez nos rasgamos las vestiduras y clamamos "¡pobrecitos los angelitos!". Algunos, incluso, salieron a marchar por las calles para manifestar su rechazo. Ahora bien, la Defensoría del Pueblo indicó el año pasado que entre enero y abril de 2014 el maltrato a menores de edad aumentó un 52,3 por ciento respecto al mismo período del año anterior. Si nos ceñimos a lo informado por los medios y si nos animamos a hacerlo, nada nos impide pensar que las cifras de esta violencia particular siguen aumentando. ¿Y dónde se llevan a cabo esos abusos? En hogares descompuestos o "disfuncionales", con o sin dinero, en los barrios de estrato alto y en las comunas, en la ciudad y en el campo. Vemos con bastante frecuencia que hombres y mujeres deciden vivir juntos y tienen niños, pero no asumen el compromiso que esto conlleva. Son parejas heterosexuales, pero esta condición no implica necesariamente que tengan la actitud idónea para educar, cuidar y amar a sus hijos. Aún más: adultos muy creyentes, muy morales y defensores de "la vida sagrada y de la familia" son próceres de la puerta de su casa para afuera, pero de aquella hacia adentro son unos tiranos. 

Paréntesis: se clama también contra el aborto, pero muy pocos se refieren al aborto masculino.

Me parece que el bienestar de la infancia, por tanto, no depende de la orientación sexual de los padres, sean biológicos o adoptivos, o de sus creencias religiosas por sí mismas, sino de la educación que recibieron para ejercer a futuro el rol de figuras paternas y maternas y, sobre todo, para ser humanos solidarios, respetuosos, responsables y capaces de amar. 

Hay otro elemento para tener en cuenta: los conflictos tienen como característica el hecho de que cada una de las partes que interviene en ellos, en el esfuerzo para demostrar la validez de sus teorías, las convierte en ideas fijas que les impide ver los matices de la realidad. La discusión entre simpatizantes y opositores de la opción de vida LGTBI se enfrenta también a esa situación, y en ambos bandos. Un colega en las redes virtuales escribió: "¿de dónde sacan que soy homofóbico sólo porque no estoy de acuerdo con la 'adopción gay'?". Los cristianos que se oponen a ella, ¿qué tanto contacto tienen con el mundo de los homosexuales? ¿Qué tanto saben de sus vidas, de sus esperanzas, de sus tristezas y de sus alegrías? Y no podemos olvidar que en un país como Colombia, marcado no por décadas, sino por dos siglos de violencia casi continua, el torbellino nos ha afectado a todas, a todos, y ha influido en la forma como tratamos a nuestra infancia. Todas y todos estamos metidos ahí y, unos más, unos menos, somos potenciales y/o efectivos agresores, seamos heterosexuales u homosexuales. Recuerdo las palabras del inolvidable Luis Alberto Spinetta al presentar su disco de 1988: "todos somos un tester de violencia. Somos el territorio sobre el cual se pone de manifiesto la violencia". 

En un país en el que incluso ciertos ambientes académicos -o al menos algunos de sus integrantes- todavía consideran que la homosexualidad es una enfermedad, ¿cómo se podría determinar adecuadamente cuál es la mejor situación para un niño? 

En conclusión, debo decir que mi país aún no está preparado para resolver el dilema que he presentado en este escrito. Sobre todo, porque tenemos que quitarnos muchas máscaras y vendas; tenemos que aprender a ver, a entender y a aceptar las diversas aristas de la realidad. A mi juicio, cuando eso suceda, los homosexuales podrán adoptar niños sin problema. Pero poner "el bienestar de los niños y de las niñas" como argumento para no aprobar la medida sin reconocer el contexto en que vivimos y nuestra cuota de responsabilidad en su existencia, o peor, para demostrar qué bando tiene razón, "para clavarse el cuchillo uno al otro", no solamente es equivocado: es hipócrita y es condenable. Al final, como narraba mi maestro Mario Kaplún, de la discusión en esas condiciones solamente quedarán piltrafas de niños. Y él tenía razón cuando gritaba, angustiado, por boca de su personaje el padre Vicente: "si no van a ser capaces de quererse y respetarse como seres humanos, ¡más vale que no se casen! ¿Me oyen? ¡Oíganme por Dios! ¡Si no van a ser capaces, mejor que no se casen y que no tengan hijos! (así sean ustedes homosexuales o heterosexuales)".

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