miércoles, 1 de julio de 2015

Desastres a gran escala y micro-desastres

Nos rasgamos las vestiduras ante la destrucción de la Naturaleza en en enormes proporciones y condenamos a los criminales. Y al tiempo, preferimos ignorar los pequeños daños que hacemos todos los días.


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Mucho me temo que las recientes calamidades ambientales causadas por la subversión en Colombia durante las últimas semanas pasarán a ser parte del "periódico de ayer" al que cantara Héctor Lavoe. Serán noticias que dejarán de recibir atención mediática y las olvidaremos, a menos que de verdad nos duela. 

La revista Semana dice que ni siquiera los activistas ambientales -aquellas personas que supuestamente dedican grandes esfuerzos para proteger y para denunciar- le dieron al desastre de Tumaco, ni le dan a otros hechos similares, la importancia que merece. Más dolor para echarle al caldo.

Y las preguntas aparecen: ¿Cómo puede acercarse uno a personas como las que cometieron el derrame en Nariño, o en el Putumayo, para preguntarles "por qué"? ¿De dónde surgió su ceguera? ¿No hubo nada dentro de ellos que les dijera: "esto es incorrecto, esto hace daño"? ¿Cómo no se les ocurrió pensar que un montón de seres vivos pagarían las consecuencias de su error? ¿Cómo verlos a la cara? ¿Cómo saber hasta qué punto son víctimas -pues no nacieron haciendo atentados- y desde dónde comienza su responsabilidad? ¿Cómo percibir los matices en estos casos? Son preguntas totalmente perturbadoras.

Pero cuidado: esos mismos interrogantes apuntan hacia nosotros, los que vivimos muy cómodos en las urbes. Y tranquilos, porque cada semana pasa un camión de la basura a recoger nuestros molestos desechos. Apuntan hacia nosotros, los que fríamente dejamos caer la servilleta sucia si vamos por la calle, o arrojamos la botella plástica por la ventana del automóvil si viajamos por carretera; los que nos deshacemos en bravatas y amenazamos con lo que tengamos delante a la persona que, con un mínimo de sentido común y respeto por el entorno, nos llama la atención. Así son las cosas en el país del "usted no sabe quién soy yo". Y ante estas actitudes, uno se pregunta si vale la pena arriesgar la integridad propia o la de los seres queridos por un pedazo de material procesado o si, al callar y pasar al otro andén, no se cae en la actitud del cómplice. Y los que vienen detrás de nosotros, para colmo, tendrán que responder por nuestra estupidez; ya que nadie les dijo que las cosas deben ser de otra manera, y para colmo, también ellos pondrán su cuota de irresponsabilidad. 

Durante el fin de semana pasado, en un viaje hacia Bogotá desde algún municipio de la Sabana, el bus que nos transportaba fue abordado por una familia entera: digamos, ocho adultos con cuatro o cinco niños -uno de ellos, de brazos-. Por lo menos cuatro de aquellas personas iban totalmente ebrias e hicieron el espectáculo dentro del atestado vehículo: gritos, canciones desentonadas, madrazos, todo acompañado por las risitas de aprobación del resto del clan. Las intoxicadas gritaban y los intoxicados se echaban flores a sí mismos. El mayor de los niños, en contraste, iba con el rostro de la vergüenza. Cierto pasajero murmuró entre dientes, en alusión directa a él: "pobre pelao". Uno de los achispados trasbocó en una bolsa; alguno de sus familiares señaló después que en ella estaban los documentos personales de cierto integrante de la camarilla. Lo dijo sin mucho asco; más bien, como quien anuncia la última gracia del cachorrito de la casa.

El bus fue desocupándose paulatinamente a medida que nos aproximábamos a la capital. Y poco antes de apearse, los borrachos redondearon la faena: orinaron el bus. Sus fluidos corrieron hacia la puerta del vehículo. El ayudante del conductor tuvo que ponerse, como dicen las mamás, "en cuatro patas" a secar el reguero con un trapo sucio y viejo, mientras que el chofer, aislado en su cabina, esparcía a su alrededor el contenido de un ambientador en aerosol para espantar el olor. ¿Lavar el bus? Ni de vainas. Era necesario iniciar la ruta nuevamente y no había tiempo para eso.

Broche de oro: uno de los beodos declaró,entre grandes carcajadas,que venían de Bojacá, municipio cundinamarqués reconocido por su tradición religiosa. Como prueba, la abuela de la familia, sobria entre su gente pero no por ello menos responsable del asunto, apretaba contra su cuerpo enorme de campesina varias cruces elaboradas artesanalmente. ¿Quién podría decirle a esta familia acerca de la encíclica verde del papa Francisco? ¿Les interesará leerla? ¿Tendrá algo que ver su caso con lo que expone Bergoglio en su texto?

Es por casos como este, y como tantos otros, que digo que lo más prudente es no ver tan rápido la viga en el ojo de los que cometen desastres ambientales a gran escala. ¿Cómo está la mega-columna en nuestros ojos, los que causamos micro-desastres que poco a poco se acumulan y perjudican a la larga a toda la sociedad y al planeta? ¿Qué hacemos al respecto? 

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