lunes, 6 de julio de 2015

El papa viaja. ¿Para qué?

Acerca de la gira latinoamericana de Francisco en este mes de julio.

gerardo-perez.blogspot.com
Escribo este texto mientras que el papa de la iglesia católica según el rito romano, Francisco, se encuentra en Ecuador. Se trata de su primera visita oficial a Suramérica, que incluirá también a Bolivia y a Paraguay. 

Supongo que no hay país donde haya un buen número de católicos en donde estos no pidan que el papa vaya a su tierra. Y ya es imposible pensar en un papa que no pueda o no quiera tomar un avión y volar hacia donde las dinámicas de su trabajo lo soliciten. De su trabajo, o de su misión. Mejor diferenciar. Porque no todos los papas de la historia han laborado por el encargo que, se supone, les ha dejado "el Jefe": el anuncio del Evangelio. No pocos pontífices se esforzaron desde su puesto, y a partir de él, en desarrollar sus proyectos personales, dejando las cosas de las que habló Jesús -y por las que lo dio todo, hasta la vida- en franco tercer, cuarto o último lugar. Sí: aquellos se desvivieron por realizar campañas militares, actividades comerciales, vinculaciones de sus familiares por vías matrimoniales a linajes de gobernantes, etc. Si viajaban, era para llevar a cabo esas iniciativas. Hoy, si un papa viaja, otra cosa se espera de él.

Un hecho importantísimo en los viajes del papa Pablo VI:
su encuentro con el patriarca católico ortodoxo Antenágoras -a la izquierda-.
ordendesanclemente.es
La tendencia que preparó Juan XXIII, que comenzó a practicar Pablo VI , que Juan Pablo II desarrolló de manera tremenda y que sus sucesores han continuado según sus circunstancias y posibilidades, parece ser una muestra más de la apertura de la iglesia-institución al mundo, el fin de una propensión casi bimilenaria al aislarse, al encerrarse tras los muros de la autosuficiencia y de la autorreferencia. Creo que estos viajes son un avance, pero no me parece que sean suficientes para el cambio que la iglesia necesita. En especial, porque la pregunta obligada es: ¿qué le aportan los periplos papales a los creyentes para que estos se atrevan, se arriesguen a vivir el mensaje del Evangelio en serio?

A mí me parece que un viaje papal corre el riesgo de parecerse mucho a la fenomenal historia del cubano Virulo acerca de la visita de los presidentes africanos a la Cuba revolucionaria (véanla a partir del minuto ocho del vínculo). ¿Sabemos de verdad quien viene a nuestras tierras y lo que representa su presencia? ¿Estamos tan seguros de saberlo? Y sobre todo, en el caso de este padre Bergoglio, de este Francisco que ha dicho cosas fuertes, que ha sacado a relucir la novedad del Evangelio, la cual se ha querido avejentar por diversos intereses. No pocos piensan que ir a verle, a recibirle cuando llega a la patria, es como ir a ver a una estrella de rock, a una reina de belleza o a la selección nacional de fútbol tras una destacada participación en algún evento de interés. Entonces, ¿que se quede el papa bien recluidito en su residencia de Santa Marta? ¡Desde luego que no! Ni tanto que queme al santo, ni tan poquito que no lo alumbre, dice el refrán.

Aclaro: una cosa es el cariño que podemos y debemos demostrar al que viene de lejos y otra, muy distinta, es acudir como borreguitos a saludarle y creer que con eso ya somos muy buenos cristianos. ¡Cuántos emperadores y emperatrices del pasado se hacían recibir por el pueblo con fastuosos protocolos, para dar muestras de su poder! ¡Ay de quien se negara a asistir a la recepción! ¡Y cuántos papas no hicieron lo mismo! Alguna historia del otro Francisco, el de Asís, da cuenta precisamente de estas actitudes. 

La gente que esperó a Francisco en Guayaquil, Ecuador.
Fotografía de Reuters, tomada de www.clarin.com
Por estas razones yo no estoy de acuerdo con las manifestaciones públicas del papado, con los baños de popularidad que la figura se da -o que le dan- a costa de la feligresía de a pie.  Porque junto a él, católicas y católicos se exponen al peligro de hincharse de orgullo, de hacer falsos e inoportunos alardes, de esforzarse en cosas que no valen la pena. ¿Cuántos de quienes en las últimas horas en Ecuador han seguido el recorrido de su comitiva y que han gritado su nombre hasta desgañitarse habrán leído ya su más reciente carta encíclica y han puesto alguna de sus ideas en práctica?

Por otra parte, y ya que estamos, que me perdonen mis amigas y amigos que están haciendo una y mil cosas para costearse su viaje a Cracovia y estar presentes en la próxima Jornada Mundial de la Juventud -en la cual, por supuesto, se espera al papa-: ¿valdrá la pena realmente hacer ese esfuerzo para ese fin? Y lo que se invierte en el viaje, ¿no sería mejor invertirlo en solucionar problemas en esta, nuestra tierra, problemas de nuestra gente? ¿No se cae en la trampa de hacer "turismo espiritual", como podría también caer el papa?

Y este Francisco, creo yo, tiene formas claras para evitar caer dicha trampa: hablar claro, fuerte, duro, de acuerdo con ese estilo que a tantos ha chocado, como al muy católico hermanito Bush. No ceder a los intereses de los gobernantes anfitriones,  que esperan hacer de su periplo una oportunidad politiquera. No convertir su visita en un festival de la autocomplacencia católica. Meter el dedo en la llaga, como hizo el de Nazaret. Si lo hace así, y si nosotros, que decimos ser del Pueblo de Dios, sabemos leer adecuadamente los signos de sus pasos y la urgencia de sus palabras, si nos atrevemos a asumir nuestra fe "a lo bien", el que Bergoglio haya tomado un avión y salido de los muros del Vaticano para venir en estos días a América Latina habrá valido la pena. 

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